viernes, julio 25, 2008

Tejados

Techumbres de Uralita, antenas precarias de radio y televisión, chimeneas tubulares por donde escapan los vapores grasientos de las cocinas, encalados vértices desconchados que apuntan a un cielo ruinoso. Telas asfálticas. Pájaros de vuelo bajo, posados algunos sobre improvisados alambres de tender la ropa. Detrás de aquellas señales verticales de hojalata se escondía el horizonte, el azul esperanza que ponía remedio a las vaguedades de los silencios. Esta foto era mi norte libertario, el papel donde se dibujaban mis ansias infantiles de huida, cada uno de mis sueños. Tejados. Saltarlos de dos en dos, abrirse paso en el vacío, avanzar por veredas oxidadas, por andamiajes de lo cotidiano o del pasar de horas muertas. Guardaba aquella imagen detrás de la portada de mis cuadernos; como un pos-it fluorescente y perseverante me recordaba el daño diario de lo monótono (odiar los días iguales, esa era su misión): saltar de dos en dos, escapar, agitar los brazos y seguir el rastro de los estorninos, arriba. Paredes en sombra que ocultaban los gritos de madres delgadas y ojerosas, el torcerse de la madera, el hincharse paciente de los quicios de las ventanas. El desplomarse de tejas desvencijadas. Pantalones como banderas, agitados al viento. Cremalleras inservibles en lo más alto. La hipnosis de los tejados: habitar la parte superior del mundo. Escalar a lo callado de las noches, sumirse en el eco de los ladridos de los perros lobo que asciende desde el adoquinaje resbaladizo de las calles cuestabajo y escalofrían los márgenes del paisaje lunar. Los aullidos de los gatos enfrentados por una hembra sumisa, esos sonidos agudos que penetran como balas de hielo en el verano silenciado de los patios interiores: desde allí arriba se huele el verdín aciago vomitado en las esquinas, los restos de las humedades. Vidas en planta, como proyectos de arquitectura efímera: volar sobre ellas. Esquivarlas.